martes, 24 de septiembre de 2013

CONFIDENCIAS IMAGINARIAS DE SIMON




Yace en su lecho de muerte, inevitablemente hace un repaso de su vida. Gracias a un amigo colombiano tiene una cama en donde descansar su agotado cuerpo, que ya no le da para más después de haberlo dado todo por la libertad de su amada  patria.
            No se arrepiente de nada lo que ha hecho, quizás algunas las hubiera realizado diferente, ¿quizás….? pero no se arrepiente de nada. Sus detractores lo acusan de traición por la entrega de Miranda; de dictador y asesino, por el decreto de guerra a muerte y por el fusilamiento de su amado amigo Piar, pero no entienden que esto último era necesario hacerlo ya que perdía su autoridad, que tanto le costó conseguir. Nadie puede entender lo difícil que fue pasar de un alocado viudo latinoamericano, tratando de olvidar su viudez a ser el gran general victorioso, el que ostenta tan sublime título “El libertador”. Todos querían liberar su región: Mariño, el oriente; Urdaneta, El occidente; Páez, los llanos y Piar la Nueva Angostura. Nadie comprendía que si no sacábamos a los españoles en el sur, nunca lograríamos el triunfo total, Solo Sucre parecía comprenderlo.
            -Fueron tiempos difíciles, que quizás no hubiera podido soportar sin la ayuda del baile y de las mujeres. Me encantaba bailar, podía hacerlo toda la noche, me fascinaba, dar vueltas y vueltas, acompañado por una linda dama. Esa era mi táctica de seducción, para luego terminar en el lecho o simplemente en la hamaca. Solteras o casadas, todas me encantaban, parecían deslumbradas por una leyenda inmerecida, una gloria que corría de boca en boca y que crecía con los triunfos.
            ¿Quién fue la primera? si mi memoria no me falla, fue en Veracruz, en 1799, camino a Madrid, que conocí a mi primera conquista, María Ignacia Rodríguez de Velazco y Osorio, un lustro mayor, “La Güera Rodríguez” como la llamaban, Resplandeciente, de un armonioso cuerpo, ojos azules como el cielo, rubia y de un caminar que era objeto de admiración cuando paseaba por Chapultepec. Durante dos cortos meses, que me traen buenos y deliciosos recuerdos.
            Ya en Madrid (1900), conocí a mi gran amor, la única con la cual me casé, nunca rompí este sagrado juramento, mi prima María Teresa del Toro y Alaiza, “amable hechizo del alma mía”, así la llamé en una carta. María Teresa era: dos años mayor, frágil, tímida, de ojos claros, profundos y tristes, pálida tez, amable, inspiradora de honda ternura, casta, tejedoras de sueño, avasallante y femenina dama.
            Cuando llegamos a Venezuela, en 1928, mi cabeza estaba llena de los vapores del más violento amor y no de las ideas políticas. Fue la única que  me hizo olvidar la política. Quise mucho a mi mujer. -De pronto unas lágrimas se reflejaron en sus mejillas.- La muerte, cruel y despiadada, que primero se llevó a mi madre, me separó de mi amada. Yo la he perdido y con ella la vida y la dulzura de que gozaba mi tierno pecho. El dolor, ni un solo instante, no me dejó consuelo que buscar, deplorable y triste suerte a que me hallé condenado.
            Desolado por aquella pérdida precoz e inesperada, decidí partir para París. El silencio de mi país y  la monotonía que allí reinaba trajeron a mi alma el aburrimiento más terrible y aún la desesperación, por ese motivo abandoné a mi familia  e irme en busca de la diversión.
            Llegué a París en 1804 y me residencié en el “Hotel de los extranjeros”, en la rue de la Loi, y me dedique a olvidar. Había gastado en tres meses 150 mil francos. Sin la ayuda  de Fanny, quizás la amargura me hubiera consumido, pero gracias al amor que me brindó Fanny Dervieux Du Villard, mujer de mundo, piel sonrosada, de cabellos tirando a rubio oscuro, coqueta refinada y de gracia elegante, boca fina, ojos azules, de senos rellenos y brazos torneados, de andar lento y sinuoso, sobre todo encantadora. Cuando entraba a algún salón, irradiaba un fuerte magnetismo y de esa picardía de la mujer francesa. No me hizo olvidar a María Teresa, pero si me preparó el ánimo para afrontar los grandes retos a los que me enfrentaría más tarde. –El Libertador se sonríe con malicia al pensar en su ahijado Simoncito Brifford, hijo de Fanny y quienes mucho atribuyen como su hijo. – Todos piensan que soy estéril, pero  como le comenté a Perú de la Croix tengo pruebas al  contrario.
            En compañía de mi amado maestro: Simón Narciso Rodríguez o Samuel Robinson, como le gustaba llamarse en ese tiempo, y de mi cuñado Fernando Toro, realizamos grandes viajes a través de Francia e Italia. Estando en París en 1806, conocí y me prendí de una bella mujer, Teresa de Lesnay, dulce, reservada y enigmática mujer. “Minette”, como la llamábamos, tuvo una hija muy famosa por su carácter, muy parecido al mío, dicen. Por ese motivo, me atribuyen su paternidad, pero, Flora Tristán, nació en 1803. A su vez Flora tuvo un hijo, un maravilloso pintor, Paul Gauguin.
La primera vez que viajé por el Magdaleno conocí a una encantadora francesa, Ana Lenoit, de diecisiete años bien formados, de boca pequeña y bermeja como coral, de cabello suelo y rubio. Ella me veneró.
Fernando, mi sobrino, me indica, que por consejo del Dr. Réverénd, debo poner en orden, mis cosas en orden ¿Qué es esto, estaré tan malo para que se hable de testamento y de confesarme? La muerte que por años ha disfrutado mi tormento al llevarse a su lado a mis seres queridos, me invita a acompañarlo.
Sus recuerdos lo llevan a su ciudad natal, Caracas, cuando entró por sus calles, una vez culminada con éxito la campaña admirable. Lo esperaban doce bellas caraqueñas vestidas de blanco que frente al cabildo, le colmaron de laureles a la usanza clásica de la Roma Imperial, y que además lo arrastraron en carro triunfal, como hombre y conquistador. Entre ellas se encontraba Josefina Machado.
-Pepa, mi adorada Pepa ¿Qué hubiera pasado si no hubieras estado a mi lado cuando en las playas de Ocumare de la Costa, en un momento de debilidad y desesperación, me disparé, en un intento suicida que no fue exitoso gracias a un brazo amigo que desvío mi mano en el último segundo. Te pude salvar junto a tu madre de la furia de  Boves. Me acompañaste en esa larga marcha hacia Oriente, Me volví dependiente de tu compañía, para mí fue una tortura enviarte a San Thomas, por lo que no dude ni un momento detener toda la flota expedicionaria de los Cayos, durante tres días, para que llegaras a mi lado. –De repente, un arranque de tos, quizás igual al que arranco de su lado a la Srta. Pepa, 10 años atrás le hizo interrumpir sus recuerdos, O´Leary y el Dr. Réverénd corrieron a su lado. Una vez pasada la crisis, El Libertador do su consentimiento para que llamaran al Obispo de Santa Marta,  El Doctor José María Esteves. Después de administrados los sacramentos dio las instrucciones para su testamento para ser firmado el día siguiente en presencia y ejerciendo como testigos: los Generales Montilla y Carreño; los Coroneles Wilson y José de la Cruz Paredes; el comandante Juan Glen y el Dr. Manuel Pérez Guerrero. Se siente  cansado y se acuesta, pero el calor es insoportable y se recuesta en la hamaca. El sopor lo atontan y sus pensamientos lo trasladan al año 1815, exiliado en Cartagena de Indias.
- Isabel, mi recatada Isabel Soublette, hermana del Gral. Carlos Soublette y prima de mi Señorita Pepa. Primero amante y después mi incondicional amiga, tu larga y abundante cabellera rubia, tus fina manos tus ojos azules, llenaron de amor loa largos momentos alejados de mi patria. Dentro de las murallas del Palacio Episcopal nuestra juventud  y el clima embriagante nos llevaron a un amor donde solo había presente, el futuro no existía.
            El exilio, la lejanía con nuestros amigos y el no poder frecuentar tantos lugares amados que cobran relevancia con la imposibilidad de su visita. Solo el amor que me brindaron, me permitió no entrar en la depresión tan característica de estas situaciones. En Jamaica conocí una bella morena de celebrados encantos, labios de corte audaz y excitante, madura en las formas expresivas, ojos verdes y profundos. Julia Cobier, durante ocho meses me amparé en tu amor. La mujer siempre ha sido una tabla de savación en mi vida. Pepa me salvó del suicidio y Julia me salvo de mi esclavo Pío, quien no sabía que me había ido a casa de Julia, y le asestó dos puñaladas fatales al oficial venezolano  José Félix Amestoy Mayoral, quien en mi ausencia se recostó para descansar en mi hamaca.
            A mi llegada a Bogotá en 1820, entre valses, contradanzas y minués conocí a mi bella Bernardina Ibañez. De una hermosura que me embriagó, alta y delgada, delicada, grandes ojos oscuros y almendrados, cabellera abundante y piel de nácar. Me ofreció un amor puro y dulce como la miel.
            En un baile dado en mi honor, en Palmira, Colombia, por el año 1822 conocí a una hermosa trigueña, joven, en la plenitud de su vida, alegre, con una larga y frondosa cabellera. De nombre Paulina García. Fue un corto pero intenso amorío. Recuerdo que al continuar mi camino a Quito, en Santiago de Cali, conocí a mi “Dama Incógnita”, casada y de la alta sociedad, que me pidió nunca da a conocer su nombre. 
            Mi llegada a Quito fue apoteósica. La ciudad entera estaba cubierta de flores, arcos, festones y colgaduras en las barandillas de los balcones. A las ocho y media de la mañana de 16 de junio de 1822 -ese día nunca se me olvidará porque cambió mi vida- repicaron simultáneamente las  campanas de las  veinte torres de Quito cuando montado en un caballo blanco y vestido sin muchas pretensiones, saludando sombrero en mano. pero eso sí, acompañado de trescientos oficiales y setecientos de caballería armados de lanzas para inspirar respeto. De repente una de las damas me arroja una corona de laureles. Cuando la busco para devolvérsela, me encuentro con una bella mujer con una mirada desafiante y penetrante, que daba a entender que su portadora no le tenía miedo a nada y que se consideraba igual a cualquier hombre, incluso a mí, algo raro en esa época. En la noche, en la recepción oficial me la presentaron, Manuela Sáenz de Thorne, lucía un vestido blanco  que dejaba lucir sus hermosos hombros, y como único adorno lucia la condecoración que la atribuía como Caballeresa del Sol y que consistía en medalla de oro y banda bicolor en blanco y rojo, que le fue otorgada por el Gral. San Martí, a ella y a Rosita Campuzano, su amiga y amante de San Martín. Ella era de talla media, fina de cuerpo, las caderas redondeadas, de inmensos ojos, luminosos e irresistibles, rasgos suaves, rostro oval, boca pequeña y pulposa. Pero, el rasgo que la definía y la cual intuí primeramente, pero luego la viví e carne propia, es su carácter, fuerte e indómito, probado en Ayacucho donde alcanzó el grado de coronel, solicitado por el mismo Sucre.
            Bailamos toda la noche, y desde ese momento su amor correspondido nunca me dejaría, como la extraño, nos despedimos en Bogotá, antes de abordar este viaje por el Magdaleno. La idolatro más que nunca. “Mi amada Loca”, dos veces le debo la vida, la última en el Palacio de San Carlos, en Bogotá, cuando espada en mano se enfrento a mis enemigos. Su lealtad y devoción hacia mi fueron inquebrantables. Fue mi complemento, compañera y consejera. Conocía mis más íntimos deseos, era la sultana de las mancebas, una verdadera Mesalina. ¡Claro que hubo otras mujeres! :Joaquina  Garaicoa, Manuelita Madroño, Paula Prado, Francisca Zubiaga Berles de Gamarra, Benedicta Nadal y la norteamericana Jeanette Hart, de la cual Manuela no podía, ni siquiera, oír mencionar su  nombre. Incluso en mi estadía en Perú, fueron varias las limeñas que me hicieron pasar gratos momentos. ¡Pero ninguna como Manuela!
            Hay dos muy especiales, no por el amor que les tenía, con una de ellas solo estuve en dos ocasiones, sino por el fruto que me dieron. Como le comenté a Luis Perú de La Croix, en unas conversaciones que tuvimos en Bucaramanga: “El Potosí tiene para mi tres recuerdos: allí me quité el bigote; allí usé vestido de baile y allí tuve un hijo”. Su madre, María Joaquina Costas, le puso el nombre José Antonio de la Trinidad Costas. Nació en 1826.  María Joaquina, entre baile y danza, me alerto al oído que se fraguaba un plan para asesinarme. El agradecimiento se volvió pasión.
            Mucho antes, en 1819, en la villa  santendereana de San Carlos de Pie de Cuestas, cerca de Bucaramanga. En un baile popular me presentaron una joven, Ana Rosa Mantilla que con sus dos trenzas con adornos en rojo me cautivó. Solamente intimidamos en dos ocasiones pero a los nueve meses me comunicaron que tuvo un hijo varón, igualito a mí, bautizado con el nombre de Miguél Simón y que mi hermana María Antonia se encargó de cuidar.
            –Pensativo, Simón cada vez se siente mejor, le ayudó el reposo, incluso se pudo parar sin problemas de la hamaca. Cuando se disponía llamar a sus edecanes, se dio cuenta de que estaba vestido con sus mejores galas ¿Cuándo lo vestirían? De repente escuchó un hermoso vals, uno que gozaba de su preferencia, y vio a su amada María Teresa, hermosa, vestía espléndidamente, como si estuviera en la corte del mismísimo Rey de España. Tomó la suave  mano de su esposa y comenzó a bailar, se sentía dichoso, en paz, como nunca se había sentido. La Guerra quedó atrás, se dispuso a disfrutar la noche, aunque, todavía era de tarde, la una de la tarde del 17 de diciembre de 1830.  


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El relato que se presentó es meramente un ejercicio literario, por lo tanto, como el título lo indica, imaginario, aunque esté basado en investigaciones serias y libros publicados por los principales historiadores bolivarianos, como son: Alfonso Rumazo González, Tomás Polanco Alcantara, Mireya Márquez, Indalecio Llévano Aguirre y Ramón Urdaneta. No recuerdo, me parece que toda la vida he sido Bolivariano, pero en su justa medida, la de un venezolano que estuvo muy por encima de todos, pero un hombre al fin, con todas sus virtudes, todos su pecados y sobre todo con sus debilidades. NO ES UN DIOS como lo han pretendido mostrar alguno. Sin embargo fue muy grande lo que hizo, aunque no estaba sólo, un gran grupo de venezolanos, colombianos, peruanos y ecuatorianos, así como guerreros y aventureros venidos de otros países, colocaron su grano de arena para lograr el éxito de tan magna obra "La libertad": En el relato toco dos de las tres grandes debilidades del libertador: el baile y Las mujeres. La tercera, era la agua de Colonia, de la cual usaba en grandes cantidades. Bolívar fue lo que la psicología moderna llama un hipersexual. Aunque, en su defensa hay que señalar que no hay mejor afrodisíaco que e PODER, como comentó un ex primer ministro francés: antes, ninguna mujer me miraba y ahora las madres me lleva a sus hijas. Bolívar de una o otra forma quiso a todas estas damas, sino por fue amado y venerado por todas ellas. Sin embargo, se enamoró muy fuertemente de tres mujeres, a mi entender sus tres grandes pasiones: María Teresa, Pepita Machado y Manuela Sáenz.